Una cosa que tienes cuando estás
fuera, es la ausencia de tus familiares y amigos con los cuales llenar las
horas del día con su compañía y chanzas cuando uno no trabaja, lo cual hace que
muchas veces tenga un montón de horas libres. Hoy ha sido uno de esos días de
cielo gris plomizo que contemplo tras la ventana de mi habitación mientras sostengo
una humeante taza de té. Ya se encarga el repiqueteo de la incipiente lluvia de
hacerme volver la mirada al sur, haciendo que recuerdos del pasado despierten
de su letargo, y no he podido evitar una mueca de satisfacción cuando, he
recordado algo que me sucedió poco antes de partir hacia Gran Bretaña.
Me tocaba ir de compras a Bilbao, mi
queridísima esposa cumplía años, y claro, no dejaba de ser una estupenda
ocasión o más bien martirio, la búsqueda y captura de ese regalo que haga que
por unos momentos tu media naranja, se sienta como una princesa de cuento de
hadas que borre, en la medida de lo posible, el hecho de que sopla una vela más
en la tarta, un regalo que por otro lado es más bien difícil de intuir, dado
ese especial arte que las mujeres siempre han tenido a la hora de insinuar las
cosas con sutileza, teniendo por nuestra parte la ardua tarea de encajar en
nuestros cuadriculados cerebros los indicios que cual miguitas de pan dejadas
por el camino nos ofrecen a modo de pistas.
Y yo no soy Sherlock Holmes
precisamente para esas cosas.
Ahí estaba yo, breando cual moderno
Indiana Jones en unos grandes almacenes de cuyo nombre no quiero acordarme,
cuando una voz a mi lado me desconectó totalmente de la realidad circundante,
una voz que a pesar de la lejanía en el tiempo, no tuve la más mínima duda en
reconocer, familiar y lejana a la vez, pero con su cálido encanto presente.
-
Antxon, Antxon, ¿Eres tú?
-
Emmm… ¿Aitziber?
-
¡¡Ayyyy, cuánto tiempo ha pasado!!
-
Veintipico años, que se dice pronto….
“Veintipico años, que se dice
pronto”, retumbó la expresión en mi cabeza. Es lo máximo que con un mínimo de
coherencia pude balbucir durante los primeros segundos mientras la sorpresa y
la incredulidad de tenerla frente a mí me mantenían paralizado, no sé si llegué
a ruborizarme, pero noté como de repente un escalofrío me recorría por completo
mientras me agarraba a mis últimas reservas de autocontrol, fueron unos
segundos que se convirtieron en una eternidad mientras en mi cabeza trataba de
poner un poco de orden sobre todos los pensamientos y emociones que de repente
hicieron erupción desde lo mas hondo de mi memoria, cual moderno Vesubio
largamente adormecido que despierta violentamente y cuyas consecuencias se
vuelven del todo imprevisibles.
Para mi incredulidad, ahí estaba
ella, casi un cuarto de siglo después, surgiendo de la nada como si de una aparición
fantasmal se tratara. Las arenas del tiempo habían corrido para los dos, pero
tras su rostro de mujer cuarentona afloró la bonita sonrisa pecosa de
quinceañera con la cual te solía regalar la vista y los sentidos, mientras
contemplabas esa mirada suya brillando con un fulgor que no dejaba a dudas de
hasta que punto había sido para ella también una grata sorpresa toparse conmigo.
Un cálido abrazo seguido de dos
besos, breves segundos congelados en el tiempo de alguien que en su día lo
significó todo para el otro, como sólo nos pudo pasar cuando a los 15 años nos
enamoramos perdidamente con esa mezcla de inocencia e intensidad que hace que
te sientas tan dichoso que hace que alzar la mano y tocar el sol sea sólo
cuestión de voluntad.
No tardamos en entrar en tromba a la
cafetería más cercana, cappuccino en mano frente a frente en una mesa a
resguardo de oídos y miradas indiscretas y una vez los ánimos calmados tras la
sorpresa inicial, no tardamos en ametrallarnos a preguntas acerca del nuestro
devenir durante un cuarto de siglo. Penas, alegrías y desgracias, decisiones y
rumbos tomados muchas veces al socaire de los acontecimientos, o bien
cuidadosamente premeditados, pero todos ellos regidos por el común denominador
de lo voluble de sus resultados finales, ora venturosos, ora desgraciados. Y
sobre todo, nombres, nombres y más nombres, amistades comunes, conocidas,
viejos amigos y viejos enemigos con sus filias y fobias, todos ellos saliendo
de las catacumbas de nuestras respectivas memorias, que pasó con Pili, que fue
de Mikel, que había sido de Luis y Nekane. Como quién echa mano de los libros
de las estanterías más altas de una apolillada biblioteca, libros
entrañablemente recubiertos de esa pátina de polvo que el paso de los años deja
sobre ellos, prestos a recordarte lo que fuimos o sentimos. Tan lejos en el
tiempo como cercanos en la nostalgia.
Las palabras, al igual que el
tiempo, volaron sin compasión, ignoro cuanto tiempo permanecimos los dos allí
encerrados en nuestra pequeña cápsula del tiempo, pero desde luego que fue una
tarde especial donde las haya. Un estupendo recordatorio de una época en la
cual tensiones, agobios y preocupaciones de cuando eres adulto, eran algo muy
lejano todavía.
Ni que decir tiene que acabé sin
comprar nada, pero la verdad, a mi vuelta a casa no pude disimular el brillo
que llevaba en la mirada, cosa que mi mujer no tardó en detectar. Ante la perspectiva
de lo mal que se me da fingir y el fino radar detector de mentiras que mi mujer
tiene de serie en su cabeza, opté por contarle lo sucedido.
En cuanto a su reacción, mejor lo
dejo para una futura entrada.
Déjame adivinar, te cortó los huevs..
ResponderEliminarBuenas noches,
EliminarPues no, pero si las miradas pudiesen matar, yono estaría tecleando estas líneas.
Antxon.
Muy bonito relato, Antxon. En alguna novela (creo que fue en "El pintor de batallas" del gran Pérez-Reverte) leí que los hombres sufríamos de celos presentes, retrospectivos y futuros. Me temo que las mujeres tampoco se libran de tal padecimiento.
ResponderEliminar¡Enhorabuena por el blog!
Keep going!
Buenas noches,
EliminarViniendo de ti semejantes halagos, vas a hacer que me ruborice.
Gracias por leerme.
Antxon.